Paulino Vargas (0000-0000) Cine y Televisión
1 Un visitante nos comenta Tenía catorce años cuando compuso el primer narcocorrido de la historia. No sabía leer y en consecuencia no escribía. Pero era dueño de una memoria asombrosa, y una capacidad musical fuera de lo común.
La historia era simple, estrechamente ligada a la vida del autor: El hombre que le dio asilo en una populosa colonia al poniente de Ciudad Juárez, alguien a quien llegó a sentir como un padre sustituto, había caído preso después de que cruzó la línea fronteriza con una carga de marihuana en la cajuela de su vehículo.
Paulino Vargas, entonces un desconocido, no tardaría en irrumpir la escena musical, al frente de Los Broncos de Reynosa, con esos versos austeros de Contrabando de Juárez, en los que por primera vez el público escuchaba la noticia musicalizada del arresto de un narcotraficante. Era 1955, meses antes de que el mundo supiera de Elvis Presley.
Así fue el inicio de un hombre que prefiere gozar desde las sombras, en una posición que apuesta al anonimato y deja la fama a los demás.
Un compositor que con facilidad se instala entre los cinco creadores de música popular mexicana de mayor influencia. Paulino no sólo fue músico infaltable en las fiestas de mandatarios como Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz. También tocó para Lucio Cabañas y bautizó a los hermanos Hernández como Los Tigres del Norte, y les bendijo con un puñado de canciones que hoy los han vuelto leyenda.
Paulino es un hombre de historias cercanas, de primera mano. Así pudo escribir sin que le contaran. Así le salieron, cuando apenas aprendió a leer, La Banda del carro rojo, El corrido de Lamberto Quintero, La fuga del rojo, El moro de Cumpas, Clave 7, Carga ladeada, Paso del Norte, Libro abierto, Valentín de la sierra, El hijo de su, El sube y baja. Los hitos de los corridos de narcos y la música norteña.
Este año volvió, a través de sus ahijados, los hermanos Hernández, a provocar escándalo, de nuevo desde las sombras, con Crónica de un cambio, la primera composición que es vetada por el gobierno de Vicente Fox.
“Ni modo. Hay que soltar el estornudo para no resfriarse”, dice sin ánimos de justificarse.
No tiene porqué hacerlo. Su vida ha sido un acto de supervivencia. Huyó de su natal Espinazo, un pueblo perdido en la sierra de Durango, para no morir ajusticiado.
Su familia, igual que muchas otras en la región, era protagonista de una lucha generacional, en donde los duelos a muerte habían dejado viudas y huérfanos por montones. Y vivió años tocando para los poderosos, ya fueran narcotraficantes, militares o gobernantes. Una vez fue secuestrado, y se le quiso torturar por ser amigo, decían, de Pedro Avilés, el decano de los barones de la droga.
Vivir el narcocorrido
Con la Banda del carro rojo, Paulino reconstruyó la historia de Lino Quintana, un narcotraficante de principios de los setentas. Lo que le atrajo de este personaje, al que no conoció en persona, pero pudo rastrearlo a través de archivos policíacos y periódicos de la frontera, fue su valor.
No cualquier tiene valor, dice. Y eso es lo que rescata. La historia de Lino, el que le dice al agente norteamericano: “Y yo lo siento Sheriff, pero yo no sé cantar”, era una historia inmensa, porque implicaba el cruce de 100 kilos de coca.
“Ahora dicen que pasan toneladas”.
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